En ocasiones en la vida, después de un largo tiempo de lucha, de sangrar por las esquinas, de remar a contracorriente, creo encontrar el lugar, la madre protectora y acogedora. Entonces me aplico, me implico, trabajo con ahínco, hago mío el pulso de la tribu. Siento como si hubiera regresado a casa y considero ese regreso mi meta. Al principio sopla en mi vida una suave brisa de primavera. Y se deslizan los días —quizás las semanas, los meses, los años— envuelto en un esfuerzo que no me cuesta, porque es casi todo inercia.
Un buen día, de repente y sin previo aviso, despierto en la oscuridad de la noche con una inexplicable sensación de ahogo: no puedo hacer llegar oxígeno a mis pulmones. Salgo corriendo al exterior, huyo, desesperado. Cuando logro oxigenar mis tejidos —cada célula de mi cuerpo— me descubro a la intemperie, lejos del hogar, de nuevo. Aunque no siento siquiera ganas de regresar, extrañamente.
Me echo al monte, me lamo las heridas en mi madriguera, me cuelgo de las ramas de monumentales árboles, refresco mis destrozados pies en aguas heladas y me aseo en charcos de fango, ahuyentando a las bestias con mi presencia. Por la noche velo, aullando de vez en cuando a la luna, a las estrellas, los astros. Camino con las brujas, discuto con los duendes, persigo a las luciérnagas. En este dominio no hay mitades, todo tiene su vuelta. Cuando por fin caigo dormido, me deslizo por el túnel que se abre debajo de mi cama de la infancia, me dejo caer, confiado. Abro el corazón y desaparezco de nuevo, sin billete de vuelta.
Más a menudo de lo que quisiera me descubro preguntándome si voy por el buen camino. Si los esfuerzos que hago y la energía que movilizo son para acercarme un poco más al lugar dónde quisiera estar. O si me alejan. Peores si cabe son los momentos en los que me pregunto si tengo claro dónde quiero estar. O si confundo querer con deber. O si en el fondo es lo mismo.
La mayoría de mi tiempo de vigilia me desplazo sin salir de los carriles prefijados, con la esperanza de haber excavado bien la tierra durante la noche, en la dirección correcta. Y con la sensación de que no voy a poder nunca coincidir con mi otro yo: con ese que trabaja dormido, con ese que se afana despierto.
Por la noche no sé si duermo o finjo estar dormido. En los momentos que siento frío tengo la impresión de despertarme pero… ¿puedo despertarme sin estar dormido? Y hay algo que me angustia aún más: ¿es el camino siempre de vuelta a casa? A veces pienso que solo aguantando, resistiendo, llegaré dónde debo llegar. O quizás no es tanto un deber, aunque tampoco un deseo. Simplemente es lo inherente a la vida… salir, llegar.
Entonces llega el momento en que me despierto por la noche, suavemente abro los ojos a una claridad fresca, tamizada por hojas verdes y húmedas. Me imagino que estoy en algún lugar de la selva, pero nada me lo confirma. Observo otras personas a mi alrededor, recogiendo sus pocas pertenencias, poniéndose en marcha, cada una a su aire aunque el conjunto me sorprende lleno de armonía. Miro al suelo. Tomo lo que encuentro a mi alcance asumiendo que es mío, con normalidad, pero con un aire de extrañeza, como cuando descubres una parte de tu cuerpo que desconocías. De forma natural y espontánea me uno a la procesión, como si fuera un ritual íntimo y querido. Salimos a un claro y seguimos caminando. Como si esta actividad, el propio entorno y nosotros fuéramos todo junto la misma cosa. Emerge en mi mente, por un momento, la pregunta: ¿A dónde nos dirigimos? ¿Dónde está mi casa? Y sonrío, porque entiendo que he dado otra vuelta, que hemos vivido un instante, que ha pasado un cometa, que ha girado la rueda.
Dedicado a todas las almas bellas que conozco y especialmente a las que conocí y perdí —por una u otra razón, siendo la muerte solo una de ellas—.
Sábado 12 de mayo de 2018 – Viernes 15 de mayo de 2020