Una pandemia no es sino una enfermedad (infecciosa) que se extiende a lo largo y ancho de una gran extensión geográfica. Atendiendo al origen griego de la palabra, podríamos decir —simplificando— que es una enfermedad de todo el pueblo —πανδημία que viene de παν (pan, todo) y de δήμος (demos, pueblo)—. Hay muchas enfermedades que son causadas —o agravadas— directamente por una conducta o una exposición a determinadas condiciones. Pongamos aquí el caso de un cáncer de pulmón disparado por un continuado consumo de tabaco o por una exposición, también continuada, al amianto. La primera opción es por una elección personal y la segunda sería por una negligencia propia o externa.
A pesar de que la enfermedad que nos ocupa actualmente es una enfermedad infecciosa y no está directamente causada por una conducta —más allá de que con el contacto favorecemos el contagio del virus—, no dejo de verla como una enfermedad de todo el pueblo que tiene como causa última un comportamiento negligente, en parte elegido conscientemente. Y esto parece corroborar la cantidad de estudios epidemiológicos que se van filtrando estos días y que ponen el foco del origen y la rápida expansión del COVID-19 en el comercio de animales salvajes, en la destrucción de ecosistemas y su biodiversidad y en la agricultura y ganadería intensivas. A esto podemos añadirle que también se ha encontrado un vínculo entre la polución del aire y la agravación de los efectos de la enfermedad en la población.
Parece que hemos alterado un sutil equilibrio natural cuyo principal cometido es proteger la vida sobre la tierra en todas sus formas. Y no tanto como una venganza sino más bien como una consecuencia lógica y normal, los efectos de este desequilibrio amenazan la vida de la que —no nos olvidemos— formamos parte. Verlo como una venganza o un castigo de Dios, la Naturaleza, el Universo —o quien queramos— no deja de ser una actitud victimista y derrotista en la que no asumimos ninguna responsabilidad y no dejamos espacio a una acción por nuestra parte que pueda evitar o corregir las consecuencias no deseadas.
Pero esta crisis no solo pone de manifiesto estas más que probables causas, sino que destapa a su vez —para quienes se permiten verlas— una serie de crisis que estaban más o menos ocultas, pero no por ello menos presentes.
Ya nos estamos preparando para una crisis económica —quizás sin precedentes— debida a la detención de gran parte de la actividad industrial y comercial. Pero los expertos ya anunciaban que la situación de la economía no era todo lo sana que pudiéramos pensar. En todo caso, como se pregunta Joshua Fields Millburn de The Minimalists, un sistema económico que colapsa tan fácilmente cuando dejamos de consumir lo que no es esencial, no parece un sistema muy sólido. Muchas nos preguntamos, a la vista de las reacciones de gobiernos y grandes empresas, si no hemos confundido las prioridades y hemos construido la casa —económica— por el tejado. El resultado es un sistema económico en el que importa más el funcionamiento del propio sistema que las personas. Y ya no digamos lo poco que importa el medio ambiente y la naturaleza cuya cuantificación económica es siempre un valor del que disponer pero nunca con el que estar en deuda.
Otra de las alarmas que saltan es la de la provisión de alimentos, a medio plazo. Ya hay países, dentro de la Unión Europea, que están haciendo movimientos para asegurar que los productos frescos de los países del mediterráneo no dejen de llegar a sus mercados. A las incipientes crisis geopolíticas debidas al cambio climático, se añade ahora esta complicación por la pandemia.
La crisis climática, así como la energética, que estaban subiendo a la superficie durante los últimos años, ahora parece que se difuminan cuando se pone el foco en la urgencia de los acontecimientos alrededor de la actual pandemia. Pero esta crisis ecológica, del eco-sistema que mantiene la vida, es una crisis que no desaparece por sobreponerle otra más urgente encima. Como suelen decir los gurús de la productividad, hay que distinguir entre lo urgente y lo importante. Y lo importante es solucionar una crisis climática y medioambiental que amenaza la vida de una forma mucho más amplia y grave que la expansión del COVID-19. Porque, de hecho, el problema de la destrucción de la biodiversidad y los ecosistemas está detrás de la crisis de la pandemia, una crisis que no se solucionará verdaderamente hasta que se solucione el problema que la causa.
A los pocos días de comenzar el confinamiento me pregunté qué iba a ser de las personas sin techo, de los inmigrantes no regularizados, de toda persona que viva al día y que por una u otra razón no tenga recursos para enfrentar esta situación de forma económica, psicológica o por salud. Es verdad que el gobierno ha venido anunciando una serie de medidas para paliar en lo posible el impacto de esta situación en la población, pero ahora más que nunca podemos ver al descubierto la precariedad en la que muchos de los que nos rodean viven. Y qué decir de quién vive en países en los que ni siquiera se están planteando medidas, bien porque no tienen recursos o bien porque las presiones de los grupos económicos mantienen a los gobiernos alejados de los problemas apremiantes de gran parte de su población.
Tenemos, por lo tanto, una serie de factores a los que prestar atención, pero lo más sensato sería abordarlos por orden. Los expertos sabrán el cómo, pero todas podemos darnos cuenta sin demasiado esfuerzo que reactivar la economía recortando derechos sociales dejando a los más débiles desprotegidos y abandonados, obviando la sostenibilidad del sistema de producción y consumo y no atendiendo a revertir lo antes posible el deterioro de los ecosistemas y del cambio climático, es un camino suicida que nos lleva directamente al siguiente nivel de gravedad de una crisis que en ese caso no habrá hecho sino comenzar.
Me preocupa la alienación de una parte de la sociedad que clama por soluciones rápidas y simples a costa de derechos, pero me esperanza ver cuanta gente está descubriendo la amplitud del problema y está dispuesta a cambiar y a exigir a los poderes que viren el rumbo suicida en favor de una esperanzadora vía hacia la regeneración de la naturaleza y la sociedad.
Me llena de esperanza escuchar lo claro que lo tiene la ministra de de Transición Ecológica independientemente de que las circunstancias políticas y económicas le dejen espacio de maniobra. Y me animan propuestas locales como la de Amsterdam, en la que se aborda directamente y con una propuesta concreta de aplicación inminente, la base de nuestro sistema consumista e insostenible.
Siento que ha acabado ya el tiempo en el que los ciudadanos dejábamos en manos de políticos, economistas y demás autoridades el rumbo de nuestra sociedad. Y ya va siendo hora de tomar un papel activo en la construcción del mundo en el que queremos vivir. Un mundo que —en cualquier caso— debe basarse en un sistema sostenible en todos los niveles. Un sistema justo que cuide a las personas y al planeta por encima de los intereses de unos pocos.