Estos días de confinamiento me están dando para mucho. Me refiero desde un punto de vista experiencial, no tanto desde uno productivo que definitivamente está siendo un desastre. Me está resultando bastante natural observarme a mí mismo con tanto tiempo acompañado con mi sola presencia. Es bastante habitual pillarme in fraganti y descubrir ciertos aspectos de mi persona anteriormente desconocidos o directamente ignorados. Algunos agradables y otros que considero poco deseables o directamente horrendos.
Una de las cosas más curiosas de este estado tan peculiar, sostenido día tras día, es la interacción entre estas percepciones introspectivas y la simultánea observación de la realidad que me envuelve. Me sorprende mi capacidad de ver ciertas cosas de forma completamente distinta; o incluso de descubrir cosas en las que no había reparado nunca con anterioridad. Un diálogo interesante, como poco.
En todo este proceso, un buen día —creo que una buena tarde— me tomaba un té asomado al balcón mientras posaba ociosamente mi mirada sobre la calle, en aquellos momentos carente casi por completo de actividad alguna. Me llamó enseguida la atención una chica y un perro que se introducían, apartando una valla, en el descampado que hay frente a mi casa. De repente me sorprendí juzgándola y reprendiéndola con el pensamiento. Primero pensé «¿No llamará nadie a la policía?», sopesando la cantidad de gente confinada y ociosa como yo que podría estar viéndola. Llegué a desear que en ese momento aparecieran unos agentes y le llamaran la atención. «¡¿Qué se ha creído?!». En ese momento me sonó una alarma. Del móvil. Pongo alarmas en el móvil para recordar cosas que tengo que hacer: una llamada pendiente, la hora de levantarme, el té que ya está hecho, las gotas de los ojos…
De vuelta al balcón con mi té, la chica ya está dentro y el perro corre como un loco de aquí para allá entre las matas. El descampado es grande, tiene la extensión de una manzana pequeña. Calculo que se podrían meter dentro cuatro o seis fincas de pisos tranquilamente, dos puertas por calle. Está todo rodeado de muros altos, de unos tres metros. Justo antes del confinamiento habían comenzado unas obras, habían derribado el muro que da a mi calle para ensanchar la acera y acababan de rehacerlo. Pero no llegaron a terminar la puerta, que permanece, desde entonces, como un gran hueco entre dos pilares sin rematar, con los ladrillos todavía visibles.
Sigo observando a la chica. Al perro. Y luego las matas, verdes, enormes, tomando posesión del terreno. Respiro hondo y me siento aliviado. Al principio no sé muy bien por qué, pero más tarde lo entiendo. Me sorprendo ahora pensando «¡Qué buena idea ha tenido esta chica! Total, nadie aprovecha ese espacio». El perro está disfrutando de lo lindo, de eso no cabe duda. Recordé que los dueños del piso en el que vivo me comentaron que no se iba a construir en el solar, que lo había adquirido el ayuntamiento —creo— y que lo iban a dedicar a parque, zona verde o algo así.
Ya aliviado de mi envidia por no estar corriendo junto a un perro juguetón entre las grandes matas de hierba, mi vista vuelve a vagar por el lugar, despreocupadamente. Hay varios árboles grandes y frondosos que cubren la esquina del solar que da a mi calle, la que está a la derecha. Invaden majestuosamente una cuarta parte del perímetro del solar, aproximadamente. No siguen un orden, nadie los poda, seguramente se salvaron precisamente por que estaban en la frontera. Nadie los debió de plantar allí con un propósito concreto. Y eso les da, para mi gusto, mucho más valor: cierta presencia que solo transmite aquello que simplemente está, sin pedir permiso, mostrando todo su esplendor a la vez que toda su fragilidad: en cualquier momento, una decisión administrativa y desaparecen ante mi impotencia.
Me imagino bajando y sentándome bajo su sombra, haciendo algo de espacio alrededor, limpiando un pequeño espacio bajo sus ramas. ¿Me diría alguien algo? ¿Me llamarían la atención? ¿Llamarían a la policía? Me altero un poco, mas vuelvo a la calma viéndome rodeado por otra gente que se acerca con sillas plegables y con algún taburete. Saludo. Me saludan. Comentamos algo sobre el tiempo y mientras disfrutamos del entorno compartimos algunas impresiones sobre estos días extraños, con aire reposado, nada de crispación. Alguien comenta lo bien que se lo pasan los perros corriendo de acá para allá, otra lo bien que estaría poder cultivar un pequeño huerto, quizás involucrar a los niños y a los mayores en la tarea. Se acerca una chica con una guitarra, se queda a cierta distancia nuestra y comienza a rasgar unos acordes. Con la espontaneidad, coordinación y gracia propias de una manada de antílopes en la sabana africana, nos vamos levantando, arrastramos nuestros asientos y nos acercamos al auditorio improvisado mientras las palabras hechas música van inundando el aire, suave, y nos envuelven en un ritual ancestral. Suena la alarma. Despierto a la realidad. Hay algo que demanda ser hecho. No recuerdo qué fue, así sería de importante. Me sumergí en la tarea que tocara, seguramente. Probablemente sentí esa sensación de culpa por haber descuidado mi atención, por haber dejado a la mente vagar entre ensueños.
La magia se desvaneció, pero aún ahora queda un rescoldo de aquella calidez reconfortante. Tengo la sensación de estar infectado por un virus. Uno que ha decidido introducirse en mis células, seguramente en mis neuronas, modificando cierta información genética. Al principio el cuerpo debió luchar, seguramente, porque —de alguna extraña manera— le ordené hacerlo. Pero todo pasa. Supongo que mis células se acostumbraron o quizás quedaron irremediablemente mutadas tras expulsarlo. Bendita vida. Bendita naturaleza.