Esto me pasó hace unos días, mientras esperaba en un despacho. En uno de esos momentos en los que la mente divaga, iba posando la vista distraídamente sobre distintos objetos del entorno cuando me fijé por casualidad en una caja de pinturas. ¿De verdad por casualidad? «Ceras que no manchan», prometía la cajita; y entonces salí de golpe de mi ensimismamiento y me abordó una clara y nítida imagen: unas manos —mis manos— que dibujaban sobre papel, manos, mesa y demás, embadurnando a discreción con multiples colores. Eran unas maravillosas ceras de esas que manchan. Al instante, alguien me dirigió enérgicamente la palabra y el momento íntimo se deslizó furtivamente hacia el fondo de mi cajita de recuerdos.
Sin embargo, la visión me turbó lo suficiente como para volver, horas más tarde, acompañada de contradictorias emociones e incómodas preguntas. ¿Por qué se empeñaban tanto los adultos en evitar que dibujara con las ceras que manchan? ¿Por qué sentía ese extraño placer al pringarlo todo mientras dibujaba con ellas? Dejé la sensación ir y venir varias veces antes de intentar darme ninguna explicación. En estos casos, la experiencia me dice que aplicar la lógica es lo peor que puedo hacer.
Espontáneamente me vino a la mente esta obsesión de nuestra sociedad en que todo esté limpio, ordenado, controlado; o al menos que lo parezca. Recuerdo las fotografías de la publicidad o de los catálogos, cómo nos muestran casas impolutas, super ordenadas, que parecen simuladas por ordenador… y lo están, casi siempre. Un modelo difícil de imitar que fácilmente nos lleva a muchos a la frustración.
Pero vuelvo al tema que me ocupa, a las ceras que manchan. Sentí un placer culposo al imaginarme pringándolo todo. La verdad es que no es lo mismo pintar una línea bien controlada y delimitada que ir dejando un rastro irregular, trocitos por aquí y allá, partes en las que parece que te has dejado media cera y otras que apenas la apoyabas, tocándote con las manos sucias la ropa, la cara… ¡Ah!, menudo placer.
No sé por qué, recordé mi adolescencia y mi miedo a las chicas, a meter la pata, a hacer algo mal, a fracasar. Ahora mismo tengo la urgencia de encontrar una de esas ceras y llenar toda la pared de arriba a abajo de garabatos. Voy a contenerme, pero en cuanto pueda me agenciaré una de esas cajitas y unos papeles de esos grandes y baratos ¡y verá el mundo lo que es un artista! Tampoco es plan de tener un follón con mi pareja, ¡¿qué culpa tendrá ella?!
El caso es que al final acabo pensando. Y reflexiono sobre las historias que arrastramos pesadamente los miembros de cada generación, de cada cultura, de cada civilización. Respiro hondo. Hay algo que no entiendo, que no me acaba de cuadrar. ¿Intento borrar las manchas? Sonrío. ¡Qué atrevimiento querer comprenderlo todo!